Nos han hecho creer que ocupamos un lugar superior en el mundo natural, un nicho privilegiado como “reyes de la creación”. Esa creencia, a todas luces errónea, ha tenido algunas consecuencias negativas en nuestra forma de pensar y actuar. Hasta hace poco, dábamos por hecho que estábamos formados solamente por células eucariotas y por una concepción errónea, equiparamos la complejidad característica de estas células como una forma de superioridad biológica. Yo no estaría tan seguro.
Los patólogos somos expertos en las células eucariotas humanas. A pesar de que siempre hemos sabido que albergamos numerosas colonias bacterianas, hongos, protozoarios y virus, siempre hemos pensado que son meros simples testigos de nuestros procesos vitales y hasta potenciales gérmenes patógenos. Hoy ya no podemos seguir pensando así. Esos microbios son también parte indisoluble de nuestro ser. Sin ellos no podríamos seguir viviendo. En una visión más panorámica, sin ellos no existiría la vida en este planeta.
Hablando de bacterias, supusimos que albergábamos hasta diez células procariotas por cada célula eucariota, pero parece que ese cálculo es exagerado y que por cada una de los 30 billones de células eucariotas de nuestro cuerpo, nos acompañan 39 billones de células procariotas. Una proporción menos dispar, aunque todavía a favor de las bacterias, lo que nos permitiría afirmar que, por extraño que nos parezca, somos tan procariotas como eucariotas.
Mucho se ha escrito y se sigue escribiendo sobre el microbioma, cuyo papel en la salud y en la enfermedad está resultando cada vez más importante. Si se habla ya de un eje “cerebro-intestino”, en el que los microbios colónicos y sus señales químicas influyen en ciertas enfermedades mentales, se abre un campo apasionante en el que, echando a volar la imaginación, se podrían descubrir relaciones entre las poblaciones bacterianas y nuestros pensamientos. ¿Por qué no?
En los últimos años han aparecido decenas de libros de divulgación sobre el microbioma. He tenido la oportunidad de hojear algunos y me atrevo a recomendar aquí el titulado Yo contengo multitudes. Los microbios que nos habitan y una visión más amplia de la vida (2017), escrito por Ed Yong, un periodista y divulgador de la ciencia malayo (o malasio, como se dice ahora) de nacionalidad británica:
“El microbioma es infinitamente más versátil que cualquiera de nuestras partes corporales más familiares. Nuestras células poseen entre 20 mil y 25 mil genes, pero se calcula que los microbios que se encuentran en nuestro interior presentan unas 500 veces más. Esta riqueza genética, combinada con su rápida evolución, los convierte en unos virtuosos de la bioquímica, capaces de responder a cualquier reto. […] Guían la construcción de nuestro cuerpo, liberando moléculas y señales que dirigen el crecimiento de nuestros órganos. Educan nuestro sistema inmunitario, enseñándole a distinguir al amigo del enemigo. Influyen en el desarrollo del sistema nervioso, y tal vez incluso en nuestro comportamiento. Realizan importantes y variadas aportaciones a nuestras vidas; ningún resquicio de nuestra biología les resulta ajeno”.
Volviendo a lo que decía Lewis Thomas en la primera parte de esta entrada y con lo que estamos aprendiendo sobre el microbioma, nuestra existencia como entidades, incluso como individuos tal y como nos imaginábamos hasta ahora, está en entredicho. Ed Yong afirma: “Tal vez sea menos cierto decir que yo ‘albergo’ multitudes que decir que yo ‘soy’ esas multitudes. Estos conceptos pueden ser sumamente desconcertantes. Los conceptos de independencia libre albedrío e identidad son centrales en nuestras vidas”. Más que organismos, cada uno de nosotros es en realidad un superorganismo, como los hormigueros, los panales y las colonias de termitas. Y eso refuerza un concepto que hoy es más importante que nunca: estamos inmersos e interconectados en el delgado y frágil el tejido de la vida que medra en el planeta. Somos parte constituyente, y no la más importante, de la biósfera.
Por último, un vistazo al pasado remoto. Todos organismos eucariotes provenimos de un antepasado común. Dicen que pudo haber vivido hace unos dos mil millones de años. Ese ser, sin duda unicelular, resultó de la fusión de una bacteria y una arquea, que eran los dos dominios (reinos) o grandes ramas del árbol de la vida que existían hasta ese momento. De esa fusión tan improbable que, hasta lo que sabemos nunca más se ha vuelto a repetir surgimos los eucariotes, la tercera rama. Aquella arquea nos proporcionó la “carrocería” de nuestras células. La bacteria se convirtió en las mitocondrias que heredamos de nuestra madre y ella de nuestra abuela y así sucesivamente, hasta aquellas “siete hijas de Eva” de las que nos habla el genetista Bryan Sykes. Incluso como eucariotes, provenimos por partida doble de procariotes. Eso somos en realidad.
Publicado por: Luis Muñoz Fernández