No sé si esté en lo cierto, pero tengo la impresión de que antes los patólogos teníamos más relación con la microbiología que la que tenemos actualmente. En algún momento del pasado, los patólogos fuimos también bacteriólogos. Un ejemplo, entre otros, es el de William Henry Welch (1850-1934), el primer decano de la Escuela de Medicina Johns Hopkins en Baltimore y el primer jefe del Departamento de Patología del famoso hospital con el mismo nombre.
Welch, que había estudiado algunos años en Alemania con Julius Cohnheim y Rudolf Virchow, le escribió desde Leipzig a Daniel Coit Gilman (1831-1908), primer presidente de la Universidad Johns Hopkins, y le dijo lo siguiente: “Estoy convencido de que por algunos años la relación entre los microorganismos y la causa de las enfermedades va a ser el tema más importante de la patología”. Recordemos que Welch, más fundador, gestor y administrador de instituciones que científico, descubrió el bacilo de la mionecrosis, que se llamó en su honor Clostridium welchii (hoy Clostridium perfringens).
Con los años, en los países más desarrollados decayó el interés en las enfermedades infecciosas, tal vez debido a la suposición de que, mediante las medidas preventivas y los antimicrobianos, pronto pasarían a ser azotes del pasado. Evidentemente, eso no sucedió y las infecciones han seguido siendo causa importante de morbilidad y mortalidad, incluso en las naciones más poderosas económicamente y científicamente, donde predominan las enfermedades crónico-degenerativas que, en sí mismas o por sus tratamientos, predisponen a infecciones e infestaciones diversas y con frecuencia graves.
Independientemente de lo anterior, hoy el panorama actual de la patología está dominado por los tumores malignos, cuyo estudio y diagnóstico ocupan la mayor parte de nuestro quehacer profesional, sin que se vea en el horizonte nada que pueda desplazar al cáncer del lugar privilegiado que hoy ocupa entre los patólogos. Sólo algunos colegas tienen un interés marcado por las infecciones, las parasitosis y, muy particularmente, por el estudio de sus agentes causales y su identificación morfológica en cortes histológicos y frotis, lo que los ha hecho traspasar el umbral de disciplinas aparentemente tan ajenas como la entomología. Es el caso del doctor Javier Baquera Heredia, un experto en estos temas como nos lo acaba de demostrar una vez más en la última Sesión Reglamentaria del Colegio Asociación Mexicana de Patólogos, A.C.
Para no abundar aquí en la COVID-19, la virosis que hoy y desde hace poco más de un año ocupa todos los espacios informativos y los esfuerzos de la comunidad científica internacional, quisiera dedicar los siguientes párrafos al fenómeno microbiano que, a mi juicio, está llamado a revolucionar muchos aspectos de la medicina y la biología humana, incluyendo el concepto que hasta ahora hemos tenido de nosotros mismos como organismos. No podemos soslayar que durante más de tres cuartas partes del tiempo que ha ocupado la historia de la vida en la Tierra los únicos protagonistas han sido diversos microorganismos unicelulares.
Uno puede creer que el papel fundamental de las bacterias en la vida en general y en la vida humana en particular es un tema de conocimiento reciente, podríamos decir que de un par de décadas para acá, pero lo cierto es que, como casi todo, ya se asomaba en la mente curiosa de algunos estudiosos desde hace varias décadas o incluso más que eso. Basta leer los deliciosos ensayos que Lewis Thomas (1913-1993) empezó a publicar en The New England Journal of Medicine a mediados de la década de los 70 del siglo pasado.
Uno se asombra de estas intuiciones bien fundadas que hoy son objeto del interés de no pocos estudiosos y que tienen un impacto potencial muy grande en la vida y la salud de los seres humanos. En el titulado Las vidas de una célula (1974), Lewis afirma: “Se nos dice que el problema con el hombre moderno es que ha estado intentando separarse de la naturaleza. Se sienta en lo más alto de una torre de polímero, vidrio y acero, con las piernas colgando, inspeccionando a distancia la bulliciosa vida del planeta. Desde esa perspectiva, el ser humano es una fuerza letal formidable y la Tierra se concibe como algo delicado, como las burbujas que suben a la superficie de un estanque campestre o los vuelos de frágiles pajarillos”.
¡Vaya descripción más certera de lo que hoy somos cuando estamos más cerca que nunca de suicidarnos como especie, aniquilando de paso todo la vida en la Tierra!
Y nos sigue diciendo Lewis: “No es nada nuevo que el ser humano se invente una existencia en la que se imagina que está por encima del resto de los seres vivos. Este ha sido su empeño intelectual desde hace milenios. Como un espejismo, esta idea no le ha funcionado a su gusto en el pasado, como tampoco lo hace hoy. El ser humano está embebido en la naturaleza. […] Las viejas nociones sobre nuestro señorío a las que tanto nos aferramos están derrumbándose”.
Y lo que es más sorprendente: “Un buen ejemplo de lo anterior es nuestra inexistencia como entidades. No estamos formados, como siempre hemos supuesto, de compartimentos sucesivamente perfeccionados de nuestros propios componentes. Somos compartidos, alquilados, ocupados. En el interior de nuestras células, conduciéndolas, proveyéndonos de la energía oxidativa que nos impulsa para aprovechar cada día soleado, están las mitocondrias que, siendo estrictos, no son nuestras. Son pequeñas criaturas en sí mismas, la posteridad colonial de procariotes migratorios, probablemente bacterias primitivas que se zambulleron en el interior de los precursores de nuestras células eucariotas y que se quedaron ahí”.
“Desde entonces, se han mantenido ellas mismas a su manera, replicándose a su modo, a puerta cerrada, con su propio ADN y ARN que son diferentes de los nuestros. Son tan simbiontes como las bacterias del género Rhizobium en los nódulos de las raíces de las leguminosas. Sin ellas, no podríamos mover un músculo, tamborilear con los dedos y ni siquiera concebir un pensamiento. […] Mis células ya no son linajes de entidades puras como se nos había dicho. Son ecosistemas más complejos que la Bahía de Jamaica”.
“Acarreamos depósitos de ADN en nuestro núcleo que han resultado, en algún momento u otro, de la fusión de células ancestrales y de la relación de organismos primitivos mediante la simbiosis. Nuestros genomas son catálogos de instrucciones provenientes de todo tipo de fuentes naturales, repletas de muchas contingencias. En lo que a mí respecta, agradezco la especiación y la diferenciación, pero no me puedo sentir como una entidad separada como lo creía pocos años atrás, antes de que supiese estas cosas, como, creo que, no debe sentirlo nadie más”.
Y algo que nos va a resultar especialmente esclarecedor: “Los virus, en lugar de agentes de enfermedad y muerte, parecen ahora más bien genes móviles. La evolución es todavía un juego biológico infinitamente largo y aburrido, en el que sólo los ganadores se mantienen vigentes. Pero ahora, parece que las reglas de este juego se están haciendo más flexibles. Vivimos en una matriz danzante de virus. Zumban como abejas, yendo de un organismo a otro, de las plantas a los insectos, de estos a los mamíferos y luego a mí, para después viajar en sentido inverso. Y luego al mar, remolcando fragmentos de este genoma, tiras de genes, trasplantando injertos de ADN y transmitiendo información hereditaria como si fuese una fiesta. Puede que sean el mecanismo que mantiene circulando entre nosotros nuevas mutaciones genéticas. Si eso es cierto, el viejo concepto médico de los virus como patógenos no es más que un insólito accidente”.
Si según lo que dice Lewis Thomas nuestra pandemia no es lo que parece y si, todavía peor, no somos los seres puros que habíamos creído ser, ¿qué podremos decir sobre las casi infinitas colonias de bacterias que, de ser “mironas inocentes” (innocent bystanders), han pasado a cobrar una creciente importancia y cohabitan con las propias células eucariotas, poblando los paisajes interiores y exteriores de nuestro cuerpo? De ello escribiremos en la segunda parte de esta entrada.
Publicado por: Luis Muñoz Fernández