Los descubrimientos de Antoni van Leeuwenhoek no sólo incrementaron el número de observaciones que venían haciendo con el microscopio sus contemporáneos, sino que introdujeron un cambio cualitativo fundamental al develar la existencia de seres vivos minúsculos hasta ese momento completamente desconocidos. Los llamó animálculos, que nuestro diccionario define como “animal solamente perceptible con el uso del microscopio”.
Fue su coterráneo y vecino Reinier de Graaf, cuyo apellido llevan hoy los folículos ováricos, quien lo convenció de que comunicara sus hallazgos a la Royal Society. Un tanto temeroso (ya señalamos que era muy consciente de su escasa preparación académica), dirigió sus primeras cartas en 1673 a Henry Oldenburg, secretario de la Sociedad. En la introducción de la primera misiva, de Graaf le decía a Oldenburg: “… os escribo para contaros que cierta persona de sumo ingenio de aquí, llamada Leeuwenhoeck, ha ideado microscopios que sobrepasan con mucho lo que hemos visto hasta el presente”.
En agosto de 1674, Leeuwenkoek, cuya curiosidad microscópica no parecía tener límites, observó una gota de agua que había tomado del Berkelse Mere, un lago interior cercano a Delft que había llamado su atención porque a lo largo del año su agua pasaba de lo transparente en invierno, a lo turbio en verano. Laura J. Snyder nos cuenta ese momento fundamental: “Acercando más el instrumento de metal al ojo (de manera que casi le toque la cara) con el fin de mirar la gota de agua del tubo a través de la cuenta de cristal, Leeuwenhoek se sorprende al no ver un charquito claro, sino un verdadero acuario lleno de minúsculas criaturas que nadan y que le parecen unas mil veces más pequeñas que los gusanos más minúsculos del queso. Algunos de esos ‘animales diminutos’ tienen forma de serpientes enroscadas en espiral, otros son globulares, otros parecen óvalos alargados”.
Y nos sigue contando Snyder: “Leeuwenhoek anota: ‘El movimiento de […] estos animálculos en el agua era tan rápido y tan variado, hacia abajo y en círculo, que he de confesar que no pude por menos que maravillarme de ello’. Leeuwenhoek acababa de descubrir un nuevo mundo que nunca se había imaginado siquiera que existiera: el mundo microscópico”. Tampoco se lo habían imaginado los escépticos miembros de la Royal Society, quienes ante las descripciones que el rústico neerlandés plasmó en aquella carta de 7 de septiembre guardaron durante varios meses un piadoso silencio.
Ante aquella aparente indiferencia, Leeuwenhoek tuvo que seguir insistiendo añadiendo nuevas descripciones en varias cartas más. Como lo que afirmaba en la que le envió a Oldenburg el 9 de octubre de 1676: “Para mí, esto figuraba entre todas las maravillas que he descubierto en la naturaleza, y era la más maravillosa de todas, y debo decir que, por lo que a mí se refiere, aún no han contemplado mis ojos una visión más grata que esta de tantos miles de criaturas vivas en una pequeña gota de agua, todas apiñándose y moviéndose, pero cada criatura con un movimiento propio”.
Aquella carta ya no fue ignorada y se publicó en las Philosophical Transactions de la Royal Society, no sin una nota preliminar advirtiendo que, dada la originalidad de aquellos descubrimientos, era indispensable que fuesen reproducidos por otros observadores. Y ahí, los miembros de la Sociedad se toparon con la negativa de Leeuwenhoek a revelar sus métodos. Lo consideraron una osadía inadmisible, aunque los secretos de este tipo eran comunes en aquella época en la que coexistían la ciencia naciente con la alquimia. Lo que los contrariaba de la negativa reiterada de Leeuwenhoek era que se oponía a su deseo de establecer como reglas de la ciencia la transparencia, la publicidad y la reproducibilidad de los experimentos. Finalmente, en noviembre de 1677, Robert Hooke pudo ver los animálculos descritos por Leeuwenhoek, allanando el camino de la aceptación, que no fue completa ni inmediata, de todo un nuevo universo poblado por seres microscópicos.
Volviendo al libro Ver. Sobre la cosas vistas, no vistas y mal vistas, el doctor Francisco González Crussí reflexiona sobre lo que lo llevó a decidirse por la Anatomía Patológica. Tras señalar que siempre es difícil encontrar las razones por las que se prefiere un curso en la vida sobre otros posibles, nos dice: “De todos modos, si tuviera que nombrar un solo determinante de mi opción de la especialidad, creo que usaría una palabra: microscopía”. Y luego se lamenta de que “al crecer se mina la capacidad de maravillarse ante las vistas que revela un microscopio óptico. Quizá nuestro espectacular progreso tecnológico, que ofrece tantas -y tan espectaculares- causas de asombro, nos ha hastiado”.
Digno de leerse -todo lo mucho escrito por él lo es- el reconocimiento que hace González Crussí de aquellos profesores de su niñez que le iniciaron en el uso del microscopio: “Tuve suerte de tener profesores de este tipo: maestros sencillos y mal pagados que preparaban gotas de charcos lodosos, alas de moscas, larvas y partes de cucarachas para nuestro deleite visual. Sus atenciones silenciosas y pacientes nos mostraban, mejor que cualquier discurso docto, que cada reino de la naturaleza es maravilloso, y que era infantil retroceder con aversión ante el estudio de estas cosas”.
Quiero aquí dejar constancia de que en este asunto soy deudor, entre otros muchos débitos que nunca podré pagar, de mis padres, Blanca y Alejandro que, sin haber tenido nunca la oportunidad de terminar su educación básica a causa de la Guerra Civil española, me regalaron un día muy lejano de mi infancia un pequeño microscopio monocular con el que me asomé por primera vez a ese universo con el que sigo hipnotizado. Y también del doctor Luis Manuel Bustos Arango, mi querido y siempre extrañado mentor, el profesor de Histología que en la Escuela de Medicina de la Universidad Autónoma de Aguascalientes me convirtió en el concienzudo, aunque no siempre certero, microscopista que soy hoy.
Estoy convencido de que los patólogos practicamos una profesión apasionante y lo hacemos con entusiasmo (palabra que viene del griego y que significa “llevar a Dios dentro”). Es una profesión que nos convierte en médicos privilegiados, capaces de gozar, aprender y servir mirando con el microscopio.
Publicado por Luis Muñoz Fernández