Así como la aparición de nuevos seres vivos requiere de un ambiente propicio, la generación y avance del conocimiento necesita también un entorno que lo facilite. En este caso, el entorno lo constituyen las ideas que “flotan en el ambiente” y que en algún momento catalizan el alumbramiento de una nueva forma de ver y entender el mundo.
Fue lo que ocurrió entre los siglos XVI y XVII, cuando la descollante figura de Sir Francis Bacon (1561-1626), no siendo él mismo un científico, sentó con sus ideas una forma nueva de acercarse a la realidad, ya no basada en la pura especulación filosófica, sino en la observación minuciosa de los fenómenos y, sobre todo, en la verificación de los hechos observados mediante la experimentación. A partir de entonces, a los seguidores de estas ideas se les llamó filósofos naturales.
En 1596 Thomas Gresham, un comerciante y financiero inglés, fundó una institución educativa para que se impartiesen en ella conferencias sobre leyes, medicina, retórica, música y química, a las que tenía acceso el público interesado. Muchos de estos gentilhombres se quedaban después de las conferencias para conversar sobre aquellos temas mientras degustaban una taza de la novedad de aquella época: el café.
No debe extrañarnos por tanto que dos grupos de filósofos naturales se reuniesen en el Gresham College la tarde del miércoles 28 de noviembre de 1660 para tratar sobre estos asuntos y que uno de ellos, John Wilkins, director del Wadham College de Oxford, propusiese a sus contertulios formar una sociedad para hablar de filosofía natural, hacer experimentos y tratar de descubrir los secretos de la naturaleza. Fue así como nació la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural, mejor conocida como la Royal Society, que hasta la fecha goza de un bien ganado prestigio.
Siguiendo las ideas de Bacon, su lema desde entonces fue “Nullius in verba”, que puede traducirse como “No confiar en las palabras de nadie”, especialmente en las de la autoridad establecida, ya fuese académica, política o religiosa. El filósofo moravo (hoy checo) Jan Comenius (1592-1670), impulsor de estas ideas, decía: “Todo debería emplazarse, en la medida de los posible, ante los sentidos. Todo lo visible debería llevarse ante el órgano de la vista […] Las verdades y certezas de la ciencia dependen más del testimonio de los sentidos que de ninguna otra cosa”.
Los primeros microscopistas, incluyendo a Robert Hooke, que había sido promovido a curador (conservador o encargado) de experimentos en la Royal Society en 1662, se dedicaron sobre todo a estudiar el aspecto externo o superficial de diversos objetos, desde telas, puntas de alfiler y filos de navaja, hasta insectos y otros pequeños organismos. Una excepción la constituyó el mismo Hooke, quien por encargo de la institución presentó el 15 de abril de 1663 ante los miembros de la Royal Society finas rodajas de corcho para estudiarlas con el microscopio. Lo que observó y compartió con sus pares fue una estructura formada por múltiples y pequeños compartimentos vacíos que le recordaron a las celdas de los monjes. Por esa razón los llamó “células” (“celdillas”).
Por aquel entonces, un filósofo natural neerlandés sin estudios universitarios se haba dedicado por años al comercio de telas, lo que le familiarizó con el uso de lentes de aumento para verificar la calidad de los paños que vendía, misma que tenía que ver con el número y densidad de los hilos cruzados y entrelazados (la trama y la urdimbre) de la que estaban hechos. La nueva moda de escudriñar la naturaleza le hizo adquirir una afición desmedida por la elaboración de microscopios.
Este científico aficionado (siempre estuvo consciente de su muy limitada formación académica) se llamaba Antoni Leeuwenhoek (dicen que se pronuncia “Leyvenjuk”), había nacido en 1632 en la ciudad de Delft y su familia vivía en la calle Leeuwenpoort (calle de la Puerta del León). Adoptó el apellido Leeuwenhoek que significa “de la Esquina del León”. Cincuenta años después, cuando ya era conocido en todo el mundo por sus observaciones microscópicas, añadió a su apellido el “van” para ennoblecerse un poco, convirtiéndose en Antoni van Leeuwenhoek.
Queda listo el panorama para desplegar su interesante actividad como microscopista, sus originales y decisivas aportaciones al descubrimiento de un mundo hasta entonces desconocido y las inmensas repercusiones que tuvo en la ciencia, mismas que llegan hasta nosotros los patólogos, herederos, junto con otros aficionados al microscopio, de su curiosidad visual. Nos referiremos a todo esto para concluir “El privilegio de mirar” en la que será la tercera y última entrada de esta serie.
Dr. Luis Muñoz