Los patólogos somos, o deberíamos ser, los profesionales de la mirada. Y es a lo que deberían aspirar aquellos que se forman en nuestra especialidad.
Ya en una entrada anterior (Describir o no describir, esa es la cuestión) comentamos sobre “la mirada atenta”. Goethe lo expresaba así: “¿Qué es lo más laborioso? Lo que parece fácil: poder ver con los ojos lo que a la vista tienes”. Así que lo que parece al alcance de la mano requiere un esfuerzo no sólo considerable, sino constante, un empeño sostenido que el patólogo que se precie mantendrá toda su vida.
Se puede ver, incluso mirar, pero no siempre obtendremos con ello lo que nos permita conocer más a fondo y avanzar en el conocimiento. Todo depende de la actitud con la que se mira. Por eso, Francisco González Crussí dice en Ver. Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas que “no sólo vemos lo que estamos preparados para ver, sino que vemos lo que queremos ver. La mirada conlleva el doble lastre de nuestras preconcepciones y nuestros deseos”.
Y más adelante lo ejemplifica así: “En México, los aztecas, que escribieron exquisita poesía y realizaron observaciones astronómicas de una precisión asombrosa, no dejaron absolutamente nada que indique que tenían alguna noción, o mejor dicho, algún interés, en la estructura y función del corazón que arrancaban del pecho de sus víctimas de sacrificio. Los sacrificios rituales no despertaron ningún interés en la disposición de los órganos de la cavidad torácica, aun cuando sus sacerdotes tenían que abrir esa misma cavidad y mirar adentro de ella, antes de extraer los corazones de las desafortunadas víctimas. Claramente carecían del deseo de mirar”.
Se podrá decir que hoy miramos más que nunca, sobre todo las pantallas de todo tipo de artefactos, pero eso en ciertas ocasiones no nos sublima, sino que nos va embruteciendo poco a poco. Presionados por la inmediatez y la prisa, amputamos el lenguaje. Con cada letra de una palabra que eliminamos en aras de comunicar con rapidez, muere una neurona y, con ella, nos volvemos más simples y manipulables. Diríase que en algunos casos los “dispositivos inteligentes” se hacen de esta cualidad succionándosela a sus usuarios, como aquellos dementores de la saga de Harry Potter.
Volvamos a la mirada del patólogo, especialmente la que penetra en el mundo de lo infinitamente pequeño. ¿Podemos imaginarnos cómo nació?
Los orígenes del telescopio y del microscopio están estrechamente relacionados. Se dice que Galileo fue el primero en usar el telescopio para ver los objetos de cerca. Y uno de sus alumnos cuenta que en 1610 había utilizado un telescopio invertido para observan los ojos de un insecto. Entre 1620 y 1624, Galileo fabricó un microscopio al que llamó occhialino (“ojito”) para poder observar de cerca objetos diminutos. Y por aquellos mismos años, el inventor neerlandés Cornelis Drebbel que entonces vivía en Londres, también estaba fabricando y vendiendo microscopios. A partir de entonces, los microscopios empezaron a circular por toda Europa.
Galileo le mostró uno de aquellos instrumentos a Federico Cesi, presidente de la Academia de los Linces (Accademia dei Lincei), una de las primeras sociedades científicas del mundo a la que el propio Galileo pertenecía. Cesi usó aquel microscopio para realizar un estudio detallado de la abeja y que se convirtió en el primer estudio microscópico que se publicó en 1625. El médico y botánico alemán Johannes Faber, otro miembro de la Academia, le escribió una carta a Cesi en la que le decía: “Debemos mencionar también que estoy llamando al nuevo occhiale para mirar cosas minúsculas microscopio“.
En su maravilloso El ojo del observador. Johannes Vermeer, Antoni van Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada, la historiadora Laura J. Snyder nos dice lo siguiente:
“El microscopio había entrado en la caja de herramientas científica. Estaba claro desde el principio que este nuevo instrumento revolucionaría la ciencia tanto como lo había hecho el telescopio. Sin embargo, aunque el microscopio cautivase la imaginación de los filósofos naturales [el nombre de “científicos” sería acuñado hasta 1833 por William Whewell cuando sugirió: by analogy with ‘artist’, we may form ‘scientist‘], no condujo de modo inmediato a nuevos descubrimientos científicos, a diferencia del telescopio, a través del cual Galileo había visto casi inmediatamente objetos y particularidades (los satélites de Júpiter, la superficie montañosa de la luna) jamás imaginados antes. Durante los cuarenta años siguientes, el papel de los microscopios quedó limitado básicamente a la demostración de las maravillas y curiosidades de la naturaleza, en la que los filósofos naturales y el público disfrutaban viendo ampliado el mundo conocido. Se examinaban una y otra vez, en particular, los insectos, maravillándose todos de la complejidad y belleza de las criaturas más pequeñas y más humildes de Dios, o las que se creían que eran sus criaturas más pequeñas […] ¿Quién habría pensado que Dios iba a dedicar tantos cuidados a la formación del humilde ácaro o del piojo?”…
“Estas observaciones sentaron las bases para una nueva revolución en la ciencia y en la comprensión de cómo vemos. Pero hasta cuarenta años después de su invención -cuando el nuevo instrumento empezó a utilizarse menos para evocar el deleite curioso y más para el estudio decidido de la estructura orgánica- no nació la auténtica era del microscopio. Sólo entonces se haría visible el mundo invisible”.
Y ese mundo tendría que esperar la aparición de un comerciante de telas metido a filósofo natural en el extraordinario y estimulante ambiente intelectual de aquella Holanda del siglo XVII. Sobre ello escribiremos en la próxima entrada.
Dr. Luis Muñoz